En una
reveladora columna de opinión (El Mercurio, 21 de diciembre, 2013), el
senador Ignacio Walker ha planteado tres afirmaciones que valdría la pena
debatir. La primera dice relación con la cuestión constitucional. Sostiene que para tener una nueva
Constitución se requieren sólo tres cambios: eliminar el sistema binominal,
suprimir las leyes orgánicas constitucionales y terminar con el control
preventivo del Tribunal Constitucional. Aquello sería el cerrojo que mantendría
el poder de veto de la minoría. Abierto ese cerrojo, tendríamos una nueva
Constitución.
Pero, ¿es
efectiva aquella afirmación? Me temo que no. Y por una razón muy simple. Existe
un importante cuerpo de materias que hoy son objeto de debate público y que no
podría ser materia de cambio debido a que para su reforma se necesitaría de 3/5 y, en otros
casos, de 2/3 del Congreso. Lo que el senador Walker propone es una reforma y
no una nueva Constitución. Para materializarse una nueva Constitución se
necesitaría de una revisión total de las reglas del juego que hoy nos rigen,
postura sostenida por el constitucionalista y asesor de Bachelet, Francisco
Zúñiga.
El concepto “nueva Constitución” tiende a ser difuso
cuando hablamos de procesos políticos como el chileno, que han definido su
derrotero político a partir de la gradual transformación de las instituciones.
El criterio más exigente es cuando un cuerpo representativo de la sociedad (una
asamblea) delibera y propone un nuevo texto a la ciudadanía, que lo ratifica
mediante un plebiscito. Dicho cuerpo luego se autodisuelve para generar un
nuevo ciclo político libre de conflictos de interés del ciclo anterior. En este
sentido, la nueva Constitución no se define tan sólo por el contenido de las
reformas establecidas, sino que también por el mecanismo que la impulsa, es
decir, quiénes participan de su definición.
La segunda
afirmación del senador Walker es que la misión de establecer una nueva
Constitución “recae en los hombros de la élite política chilena”. Seguramente
guiado por una importante cuota de pragmatismo, el senador ve que el único
camino posible de transformación constitucional es la vía del Congreso Nacional
y de ahí que señale la responsabilidad que les toca cumplir. Ahora bien, ¿está
predeterminada aquella vía? Si la norma es expresión de un acuerdo político
(porque eso es lo que es), ¿no podría aquella élite política imaginar
mecanismos de decisión y participación social para otorgarle mayor legitimidad
a este cambio? ¿O estamos condenados como sociedad a que sólo en algunos
hombros (los de la élite) recaiga el poder de definir las reglas del juego, y
la sociedad participar exclusivamente a partir de plebiscitos?
Los líderes son capaces de crear realidades y
hechos políticos. Perfectamente se podrían imaginar mecanismos innovadores de
participación y decisión que involucren ya no sólo a los hombros de aquella
élite, sino que a un conjunto de fuerzas sociales que podrían contribuir a
pensar un nuevo pacto constitucional. ¿Por qué no gatillar un debate nacional
sobre la Constitución que queremos? ¿Por qué no invitar a las fuerzas
conservadoras, liberales y progresistas a sumarse a este debate? ¿Por qué no
incorporar a los pueblos indígenas (que no tienen representación en aquella
élite mencionada por el senador Walker)? Perfectamente se podría promover un
debate ordenado, racional, pluralista y abierto sobre la Constitución que
queremos.
La tercera, y
quizás más controversial afirmación, es cuando señala que “resolver la llamada
cuestión constitucional de manera inteligente es una exigencia patriótica” que
recae en aquella mencionada élite. Lo controversial de ella es asumir que
nuestros políticos actúan por patriotismo y no por intereses. Pensar que los
actores políticos renunciarán a sus intereses particulares a favor del interés
general pareciera ser un acto, por decir lo menos, ingenuo.
La experiencia
práctica de las reformas constitucionales que hemos observado desde que Chile
es república muestra, con particular nitidez, que el interés individual tiende
a predominar por sobre el general. Si aceptamos que los actores políticos
actúan la mayor parte del tiempo por interés más que por generosidad, tomaremos
las prevenciones para definir las reglas del juego de la mejor forma posible.
De otro modo, la reforma al binominal beneficiará a quienes están redefiniendo
precisamente hoy los distritos, los nuevos quórums beneficiarán a quienes se
transformarán en minoría, y así sucesivamente.
El gran problema
de la “vía institucional”, al gatillar reformas desde el Congreso Nacional, es
que los legisladores serán jueces y parte de la reforma. Y tenemos fundadas
razones para sospechar que el gato que cuidará la carnicería no se comportará
precisamente como un patriota.