lunes, 24 de enero de 2011

CONFESIONES = TORTURA

El reconocimiento que hace una persona de su responsabilidad en un delito ha sido considerado como la prueba más contundente para acreditar su participación en un hecho punible. No en vano ha sido calificada como “la reina de todas las pruebas” y ha dado origen al adagio “a confesión de parte relevo de prueba”.
La máxima certeza se logra precisamente cuando se reconoce participación y responsabilidad en el hecho. De allí que la confesión haya sido buscada con ahínco en el ámbito de las investigaciones judiciales desde la antigüedad.
Y, dado el valor que se le ha asignado como medio de prueba, también desde la antigüedad se han desarrollado y utilizado métodos para obtenerla o forzarla.
Así fue entonces que, como hija bastarda de la confesión, nació la tortura, procedimiento a través del cual, mediante la aplicación de apremios físicos y psicológicos de las más variadas estirpes, se lograba forzar un reconocimiento o confesión.
La tortura ha sido, por excelencia, el instrumento más utilizado para obtener confesiones. La literatura ha sido rica en mostrarnos las diversas formas y sistemas ideados para dicho fin. Todas ellas tienen, sin embargo, un elemento común: la perversidad.
En el presente existe una condena universal respecto de la tortura, que se manifiesta en sancionar drásticamente su uso. También las legislaciones de los Estados y el Derecho Internacional regulan minuciosamente los procedimientos policiales y judiciales para inhibir su práctica.
De allí que la “confesión” como medio de prueba, requiera cumplir con exigentes requisitos para ser considerada como prueba idónea en un juicio.
Nuestro sistema procesal penal, caracterizado por ser garantista, establece de forma clara y categórica que el imputado no está obligado a declarar; es decir, a auto incriminarse o, dicho de manera más simple, a confesar. La ley le garantiza su derecho a guardar silencio, y ese silencio no puede ser interpretado en ningún sentido por el juez.
Ya en el antiguo procedimiento penal, se disponía que la sola confesión fuera insuficiente para condenar y que se requirieran de otras pruebas para acreditar el hecho punible confesado.
Todo lo dicho viene al caso puesto que una peligrosa jurisprudencia actual de nuestros tribunales de justicia, esos de la reforma del proceso penal, ha aceptado como prueba de encontrarse confeso un individuo, el testimonio de terceros (testigos) que han escuchado esa confesión fuera de la sede del Tribunal, en este caso, ante policías o fiscales.
Se trata, en definitiva, de supuestas confesiones, que no son producidas en el juicio, que han sido prestadas en condiciones que no garantizan que se hayan respetado los derechos del imputado y que éste no haya sido objeto de apremios tanto físicos como psicológicos, u obtenidas bajo engaños o promesas ilícitas.
El solo hecho de que se acepten testigos de una confesión para acreditar la confesión, no obstante que ésta no se ha producido en el juicio o bajo condiciones que garanticen que ella es genuina, abre un tremendo forado en el actual sistema procesal penal, cuyo resultado final e inevitable será la reanudación de la práctica de la tortura.
Héctor Salazar  DDHH  Enero 2011