Como todos los años, el 1 de mayo se toma las portadas de las
noticias y es ocasión de rendición de cuentas de las autoridades o de promesas
de avances laborales puntuales. Es el día del trabajo, se dice, pero no es el
día en que los trabajadores encuentran un sitial protagónico en la definición
del rumbo de la sociedad y una vida plena. Desde hace décadas asistimos a un
vaciamiento del interés político, comunicacional y académico sobre lo que
ocurre en relación al trabajo y a sus sujetos, los/as trabajadores/as. Más allá
del trato coyuntural o sectorial, carecemos de una atención permanente sobre el
mundo del trabajo, en toda su magnitud y complejidad. De este modo, emerge sólo
de manera esterilizada y asociado a un día conmemorativo, con connotaciones
festivas.
El trabajo absorbe buena parte de nuestras energías y de
nuestras preocupaciones cotidianas. Fuera de los comentarios de nivel privado y
de esa mirada micro, empero, son pocas las referencias que hayamos en lo
público para entender los problemas del trabajo. El aparato institucional
continúa sin reconocer a este como un tema de base, con lo que contribuye
activamente a la despolitización de la comprensión que tenemos del mundo. Ello
ocurre a pesar de que el trabajo es una categoría antropológica central, que,
radicalmente nuestras vidas. Y es que, a diferencia de otras especies, el
ser humano produce con su trabajo, consciente y sistemático, sus medios de
existencia. Al no tener un equipamiento físico como el de muchos otros animales,
debe mediatizar su adaptación al hábitat con esta capacidad transformadora para
poder sobrevivir. Como capacidad de transformación del medio, el trabajo tiene
así una función básica de resolución de las necesidades materiales. Pero,
además de esta función elemental, permite también el desarrollo de destrezas,
moviliza la subjetividad y produce vida social, al dar lugar a relaciones
sociales que determinan nuestras formas de convivencia (como relaciones de
cooperación, en virtud de la mutua dependencia de las actividades, o de
explotación, por la apropiación que unos hacen de los frutos del trabajo de
otros). En otras palabras, y como alguien ya lo formuló hace mucho tiempo, con
el trabajo no sólo se transforma al medio natural, sino también a los seres
humanos mismos. Sin embargo, esa centralidad en los hechos del trabajo, no
encuentra una análoga centralidad en la reflexión. Varias preguntas que no
aparecen ni por asomo en la palestra pública sobre la condición del ser humano
que trabaja hoy, particularmente en la sociedad chilena, caen de maduras y, sin
embargo, no se tocan. Para aportar a llenar este casillero vacío que constituye
el mundo del trabajo se pueden esbozar algunas de esas preguntas que desnudan
varios contrasentidos del tiempo presente. Ellas prácticamente se
autorresponden: ¿Qué pasa hoy con el rasgo laboral primario –tan elemental que
ciertos intelectuales más horas diarias, la mayoría de la población puede
resolver tranquilamente sus necesidades materiales? Y si la respuesta es
negativa, ¿a dónde va a parar toda la riqueza acumulada? Por otro lado, ¿cuáles
han sido las formas de sociabilidad que se están tejiendo en forma predominante
en torno al trabajo? ¿Qué pasa con otras aportaciones de la actividad laboral,
como el desarrollo de la expresividad, la conciencia, la identidad, la
realización de deseos? La sociedad chilena es una de las que demuestra de forma
más fehaciente las contradicciones en esta materia.
Somos una de las sociedades en que más horas se trabajan (2.100
horas anuales) y estamos cercanos a los países asiáticos. Tal sitial
internacional, en el que nos ubican mediciones como las de la OCDE o de la
Unión de Bancos Suizos, nos pone en una difícil situación y perspectiva si
consideramos que, en dichas sociedades, la enorme dedicación al trabajo
promovida por los nuevos métodos empresariales, ha llevado a generar un
problema de salud pública conocido como Karoshi o muerte súbita por exceso de
trabajo (derrame cerebral, ataque cardíaco) que afecta sobre todo a personas
jóvenes, es decir, con pocas enfermedades preexistentes. El caso refleja en
forma máxima el contrasentido que se quiere proponer: en lugar de viabilizar la
vida, el trabajo está siendo un canal de muerte. La explicación psicologizante
que apunta a individuos obsesionados por el trabajo, por sus cualidades
personales, aclara poco el asunto. En Chile la dedicación excesiva al trabajo
se relaciona más bien con la organización empresarial, con el marco
institucional (45 largas horas semanales de tope horario) y, sobre todo, con la
insuficiencia de los salarios: el 50% de los trabajadores obtiene ingresos
líquidos inferiores a $263.000 y sólo 18% de los trabajadores en Chile gana un
ingreso líquido mayor a $622.000 (cálculos de Fundación SOL sobre la base de la
última Encuesta Suplementaria de Ingresos). Para compensar los bajos salarios,
las personas de manera racional trabajan por iniciativa propia tiempo extra o
consiguen un segundo empleo (trabajando los fines de semana). Lo que resta a la
actividad laboral propiamente tal, tampoco les queda para esparcimiento o
descanso. Hay que agregar los largos periodos de traslado hacia y desde el
trabajo o la doble jornada laboral de las mujeres (trabajo doméstico no
remunerado). El mal dormir cierra este círculo estresante.
Chile es
el país con mayor grado de formalidad en América Latina. Un trabajo formal se
supone que representa un estándar de trabajo socialmente protegido. Sin
embargo, hoy este empleo ícono se encuentra cada vez más precarizado. En los
últimos 4 años el 40% de los nuevos empleos han correspondido a empleos
tercerizados (subcontratados o suministrados por terceros). Se trata de trabajo
asalariado, formal, aunque de una formalidad precaria, pues encierra menores
probabilidades de ejercer a plenitud derechos laborales y sindicales. Tener
contrato laboral ni siquiera permite superar el nivel de la pobreza. Hoy, en 2
de cada 3 hogares pobres en Chile al menos una persona tiene trabajo y, de
ellas, el 80% es asalariada. La no consecución de un nivel de vida adecuado con
los ingresos autónomos del trabajo, además de empujar a redoblar el esfuerzo
laboral, conlleva recurrir a un segundo amarre: el endeudamiento. El 68% de los
hogares tiene deuda, según la Encuesta Financiera de Hogares del Banco Central
de 2012. Esto resulta un gran negocio para el mundo empresarial: eleva el
margen de ganancias por la parte financiera (se fortalece el mercado del
crédito) y eleva el margen de ganancias también por la parte productiva, ya
que, bajo el apremio de pagar sus deudas, los trabajadores están dispuestos a
trabajar más y a mantenerse dóciles para conservar su empleo. Otro amarre por
insuficiencia salarial dice relación con las formas de “caridad” pública o
privada a las que deben recurrir las personas para resolver sus necesidades, lo
que los configura como un público cautivo, fidelizado a un gobierno o a las
empresas. El caso de la caridad pública se representa bien en los bonos. El
segundo caso, en estrategias de pseudoseguridad social corporativa que entregan
algunas empresas sin elevar los sueldos. En un contexto donde los derechos
sociales no están asegurados por el Estado y donde las familias tratan a duras
penas de costearlos, los beneficios laterales no salariales que grandes
empresas están otorgando (como convenios de salud o educacionales) terminan
actuando como un importante factor de fijación en el trabajo y de compromiso
con la empresa. Se trata, así, de una larga cadena o una trama compleja de
amarres resultantes del hecho de que, aun cuando trabajen más de 45 horas a la
semana, durante la mayor parte de su vida, la mayoría no resuelve bien sus
necesidades esenciales en una sociedad hiperabundante, mientras, el ingreso
mensual per cápita del 0,1% más rico en Chile llega a $82 millones. Y para qué
hablar de lo que ocurre con las dimensiones “más elevadas” o inmateriales del
trabajo. La función social se ve afectada por el auge de la competencia, la
rivalidad y el “sálvese quien pueda”. Hay además una desorganización de los
trabajadores promovida por el Estado a través de la legislación sindical.
Quedan entonces vínculos sociales de baja densidad (coordinación o cordialidad
funcional) como últimos resguardos de sociabilidad. Por otro lado, de una
manera torcida, los nuevos métodos de “gestión sutil” de las personas en las
empresas, están asimilando a su favor el problema de la satisfacción subjetiva
en el trabajo. Hoy se habla de la felicidad laboral para incrementar la
productividad y se utilizan dispositivos de “salario emocional” que alegran el
ambiente, envuelven a las personas en una noción de empresa como comunidad o
familia y les otorgan un sentido; y todo, sin necesidad de tocar el salario. En
este esquema, la identidad del trabajador busca ser sustituida por la del
“colaborador”, como esfuerzo de camuflaje del conflicto laboral. Y hay muchas
más aristas relativas al drama del trabajo hoy, no siendo posible abordarlas
todas acá. Lo que es claro, es que estamos muy lejos de que sea el momento de
los y las trabajadores/as, que las distintas autoridades por largo tiempo han
oscurecido este nudo político central y que la única forma de afrontar este
problema es hacerlo de forma colectiva. Reunirse, conversar sobre la sociedad
deseada, organizarse, dar cuerpo a una nueva cultura sindical y a formas de
acción no supeditadas al limitado marco institucional parecen ser pasos
urgentes si se quiere construir capacidad de transformación. Paralelamente y
como reivindicación mínima, acabar con las leyes dictatoriales que anulan la
fuerza de los y las trabajadores/as organizados/as, como el Plan Laboral que
minimiza a los sindicatos, la negociación colectiva y la huelga y el DL 2.759,
que permite la subcontratación en el giro de la empresa. Eso, como un paso
elemental para avanzar, en pleno siglo XXI, en barrer las constricciones
actuales de nuestra condición de homo faber.