Tengo dos
razones de peso para cuestionar la reforma electoral. La primera de ellas, la
principal, tiene que ver con la tranquilidad con que ese proyecto ha sido
acogido por Diputados
y Senadores. Y esto permítame aclararlo no tiene que ver con una desconfianza mía ante
el mundo político, sino con una sospecha ante cualquiera que oficie de juez
y de parte.
Porque la verdad es ésa: el grupo
humano al que me refiero es el único de este país que puede decidir cuánto
gana, en qué condiciones desarrolla su trabajo, con qué garantías se acoge a
retiro, y ahora, bajo qué sistema se somete a elección. Si ésa no es una razón suficiente como para desconfiar, tengo también
otra…
Ocurre que
el binominal era, a juicio de sus detractores, un sistema que tenía dos grandes
vicios. El primero de ellos, que no era lo suficientemente
representativo porque tendía a favorecer a los dos conglomerados políticos más
grandes en desmedro de minorías y de independientes. El segundo (asociado al
anterior), que podía darse la situación de que una persona resultara electa teniendo
menos votos que otra. El hecho es que el proyecto del Gobierno no
hace ninguna diferencia respecto de esos dos puntos. Y no exagero cuando digo ninguna.
Porque el
efecto del aumento en el número de diputados y de senadores (que, en principio,
favorece la representatividad del sistema), queda completamente anulado tanto
por la disminución de distritos y circunscripciones, como por la posibilidad de
cada lista de llevar el doble de candidatos de los que realmente pueden ser
electos.
Si el hecho
de que haya más cupos disponibles aumenta las posibilidades de un independiente
de ser elegido, esas posibilidades disminuyen inmediatamente si el tamaño del
territorio dentro del que debe hacer campaña crece. ¿Por qué? Porque obliga a
disponer de más recursos económicos y humanos, recursos que por lo general
obtiene con mucha mayor facilidad un partido que una persona. Más aún. Si ese
independiente quiere competir, debe hacerlo reclutando consigo a otros
independientes, porque el sistema que propone el Gobierno (como el binominal),
mantiene la idea de que la competencia se realiza entre listas y no entre personas.
¿Qué significa eso en la práctica? Que si usted quiere, por ejemplo, competir
en Santiago contra la Nueva Mayoría o contra la Alianza, lo hará enfrentando a
una lista de 14 candidatos, que eventualmente podrán traspasarse votos entre sí, de
modo que incluso puede darse el caso de que una persona resulte electa con menos votos que otra.
Tengo dos razones de peso para cuestionar la reforma electoral, pero en
subsidio de ellas puedo ofrecer una más, acorde al estilo del Gobierno: esta
reforma ha sido hecha a la medida de los poderosos de siempre,
porque esta reforma excluye de la política a todo aquel que no tenga dinero o
partido. T.Marinovic