martes, 25 de marzo de 2014

CHILE Y LA DESIGUALDAD DE INGRESOS

La semana pasada, la Organización para la Cooperación y el Desarrollo Económicola OCDE u OECD, por sus siglas en inglés, publicó el estudio “La Sociedad en una Mirada 2014″ (Society at a Glance). En el informe, la organización realiza un panorama social sobre los 34 países que conforman dicho club. Entre las mediciones más relevantes están: desigualdad, pobreza y gasto social. Chile tiene el inexcusable primer lugar en materia de desigualdad de ingresos. El estudio confirma otras investigaciones, como la publicada en abril de 2013 por profesores de la Universidad de Chile (“La ‘parte del león’: Nuevas estimaciones de la participación de los súper ricos en el ingreso de Chile”, de Ramón López, Eugenio Figueroa y Pablo Gutiérrez), en la cual se estima que el 1% más rico de Chile concentra el 31% de los ingresos totales, medición según la cual nuestro país tendría el máximo grado de concentración visto entre naciones emergentes y desarrolladas. Pero ¿por qué persiste la elevada desigualdad en un país que casi ha cuadruplicado su Producto Interno Bruto en los últimos 20 años?
En general, se habla, en el ámbito de la investigación económica, de la existencia de al menos dos vehículos conductores que llevan a menor desigualdad: acción fiscal redistributiva y acción sindical distributiva. Sin restarle importancia al primero, veamos qué pasa con el segundo de los vehículos en un contexto como el chileno.
¿Funciona en Chile la acción sindical para distribuir el poder, en particular el económico, a través de los ingresos? Para responder, se requiere agregar el elemento histórico al análisis. En el año 1979, el entonces ministro del Trabajo y Previsión Social en dictadura, José Piñera (hermano del ex Presidente de Chile), lideró un proceso de transformación conocido como la “revolución laboral”, que pretendía implantar la “disciplina del mercado” en las relaciones laborales. Piñera, junto a los miembros de la Junta Militar de Gobierno y a connotados civiles de la elite nacional, formados en Estados Unidos, crearon un nuevo modelo de relaciones laborales, nuevas “reglas del juego” donde las empresas tuvieran el camino “libre” para maximizar su tasa de ganancia. La revolución laboral de Piñera fue, técnicamente, una revolución de clase: una operación destinada a fortalecer la posición del empresariado, despojando al mismo tiempo a los trabajadores del poder que tenían. Hoy, luego de 35 años del Plan Laboral y distintos gobiernos, las relaciones de producción entre empleadores y trabajadores, continúan operando bajo las reglas generales de dicho plan (base del Código del Trabajo): negociación colectiva encerrada en el nivel mínimo, de empresa (sin posibilidad de negociar en niveles superiores, como la rama, el oficio, el nivel nacional), uso extendido y legal de rompehuelgas, interpretación estrecha del derecho a huelga (excluyendo las huelgas por solidaridad o por causas económico-sociales, entre otras), fragmentación sindical, con paralelismo entre sindicatos y sindicatos y grupos de trabajadores, prohibición de negociar sobre ciertas materias, desincentivo a la afiliación en sindicatos y otros. La filosofía explícita detrás de este modelo de relaciones laborales es que la acción sindical no moleste la libertad de empresa, y que en ningún caso funcione como un mecanismo para distribuir ingresos, tal como lo reconoce José Piñera.
¿Qué ha sucedido entonces en los últimos 35 años?, se ha profundizado e institucionalizado una desigualdad típicamente originada en el seno de las relaciones de producción, entre capital y trabajo, en un escenario donde trabajadores y sindicatos carecen de poder real. Un esquema en el cual el empleador es quien –sin contrapeso– fija el valor del trabajo, es él quien decide cuánto remunerar (él y su gremio), en función de la decisión política de la ganancia que desea obtener y esquivando pagar el aporte del trabajo a esa ganancia e, incluso, lo básico para que su fuerza de trabajo siga existiendo y manteniendo su capacidad. Si consideramos los datos de la Encuesta CASEN, instrumento oficial para medir desigualdad en Chile (y el utilizado por la misma OECD en el Society at a Glance 2014), al calcular la brecha de ingresos autónomos (sin subsidios ni transferencias), entre las personas que pertenecen al 5% de los hogares más ricos y quienes pertenecen al 5% más pobre, se constata un crecimiento del 100% en los últimos 20 años. En efecto, si en 1990 el 5% más rico obtenía 129,4 veces más que el 5% más pobre, en 2011 son 257 veces más. Por otro lado, de acuerdo al estudio de López, Figueroa y Gutiérrez, sobre la base de los datos administrativos recabados por el servicio de impuestos internos, se observa que el 0,1% más rico en Chile (cerca de 4.500 familias, con fuerte presencia empresarial) tiene un ingreso per cápita mensual de $82.856.249. Adicionalmente, en diciembre de 2013, se publicaron las cifras de la Nueva Encuesta Suplementaria de Ingresos (NESI), la que en sintonía con la encuesta CASEN y la Encuesta de Presupuestos Familiares (EPF), da cuenta del atraso salarial de Chile. En datos duros: el 50% de los trabajadores/as gana menos de $263.473 y vive altamente endeudado. Y, considerando sólo a los asalariados privados, el 50% gana menos de $281.263.  Concentración económica extrema, cuadruplicación del PIB per cápita en los últimos 20 años, con patrón de enriquecimiento pro rico, crecimiento en la brecha entre el 5% más rico y el 5% más pobre, bajos salarios y precariedad laboral para el grueso de los trabajadores/as, esa es la ruta que ha seguido la sociedad chilena para llegar al “desarrollo”. En este cuadro, hay un vínculo que no hay que perder de vista: una minoría acaudalada se enriquece por la vía de la desposesión salarial, por la vía de una acumulación por desposesión del trabajo. Se trata de una brutal desigualdad de poder, que no se rompe con bonos ni con capacitaciones, pero tampoco simplemente con reforma tributaria. Este tipo de desigualdad, se combate en el escenario mismo donde ella se produce, que son las relaciones de producción, con sindicatos fuertes y acción colectiva directa. Eliminar la desigualdad de ingresos por la vía de la acción fiscal redistributiva, mediante un sistema “moderno” de impuestos, es uno de los vehículos con que dispone una sociedad para enfrentar el problema. Empero, es uno que no se hace cargo del bajo valor dado al trabajo (la mera creación de empleos tampoco se hace cargo de ello). Enfrentar la desigualdad desde la óptica de las relaciones de producción, necesariamente, requiere abrir la discusión y situar al trabajo en el centro de la estrategia de desarrollo. Habiendo pasado 35 años del Plan Laboral, es un mínimo indispensable y convenientemente postergado.