La semana pasada, la Organización para
la Cooperación y el Desarrollo Económico, la OCDE u OECD, por
sus siglas en inglés, publicó el estudio “La Sociedad en una Mirada 2014″ (Society
at a Glance). En el informe, la organización realiza un panorama social
sobre los 34 países que conforman dicho club. Entre las mediciones más
relevantes están: desigualdad, pobreza y gasto social.
Chile tiene el inexcusable primer lugar en materia de desigualdad de ingresos. El
estudio confirma otras investigaciones, como la publicada en abril de 2013 por
profesores de la Universidad de Chile (“La ‘parte del león’:
Nuevas estimaciones de la participación de los súper ricos en el ingreso de
Chile”, de Ramón López, Eugenio Figueroa y Pablo Gutiérrez), en la
cual se estima que el 1% más rico de Chile concentra el
31% de los ingresos totales, medición según la cual nuestro país tendría
el máximo grado de concentración visto entre
naciones emergentes y desarrolladas. Pero ¿por qué persiste la elevada desigualdad en un país que casi ha
cuadruplicado su Producto Interno Bruto en los últimos 20 años?
En general, se habla, en el ámbito de
la investigación económica, de la existencia de al menos dos vehículos conductores que llevan a menor desigualdad: acción
fiscal redistributiva y acción sindical distributiva. Sin
restarle importancia al primero, veamos qué pasa con el segundo de los
vehículos en un contexto como el chileno.
¿Funciona en
Chile la acción sindical para distribuir el
poder, en particular el económico, a través de los ingresos? Para responder, se
requiere agregar el elemento histórico al análisis. En el año 1979, el entonces
ministro del Trabajo y Previsión Social en dictadura,
José Piñera (hermano del ex Presidente de Chile), lideró un proceso de
transformación conocido como la “revolución laboral”, que pretendía implantar
la “disciplina del mercado” en las relaciones laborales. Piñera, junto a los
miembros de la Junta Militar de Gobierno y a connotados civiles de la elite
nacional, formados en Estados Unidos, crearon un nuevo modelo de relaciones
laborales, nuevas “reglas del juego” donde las empresas
tuvieran el camino “libre” para maximizar su tasa de ganancia. La
revolución laboral de Piñera fue, técnicamente, una revolución de clase: una operación destinada a fortalecer la posición del empresariado, despojando al mismo tiempo a los trabajadores del
poder que tenían. Hoy, luego de 35 años del Plan Laboral y distintos gobiernos, las
relaciones de producción entre empleadores y trabajadores, continúan operando bajo las reglas generales de dicho plan (base del Código del Trabajo): negociación colectiva
encerrada en el nivel mínimo, de empresa (sin
posibilidad de negociar en niveles superiores,
como la rama, el oficio, el nivel nacional), uso extendido y legal de rompehuelgas, interpretación estrecha del derecho a
huelga (excluyendo las huelgas por solidaridad o por causas económico-sociales,
entre otras), fragmentación sindical, con
paralelismo entre sindicatos y sindicatos y grupos de trabajadores, prohibición de negociar sobre ciertas materias, desincentivo a la afiliación en sindicatos y otros. La
filosofía explícita detrás de este modelo de relaciones laborales es que la
acción sindical no moleste la libertad de
empresa, y que en ningún caso funcione como un
mecanismo para distribuir ingresos, tal como
lo reconoce José Piñera.
¿Qué ha sucedido entonces en los
últimos 35 años?, se ha profundizado e
institucionalizado una desigualdad típicamente
originada en el seno de las relaciones de producción, entre capital y trabajo, en un escenario donde trabajadores
y sindicatos carecen de poder real. Un esquema
en el cual el empleador es quien –sin
contrapeso– fija el valor del trabajo, es él quien decide
cuánto remunerar (él y su gremio), en función de la decisión política de la ganancia que desea obtener y esquivando
pagar el aporte del trabajo a esa ganancia e, incluso, lo básico para que su
fuerza de trabajo siga existiendo y manteniendo
su capacidad. Si consideramos los datos de la Encuesta CASEN, instrumento
oficial para medir desigualdad en Chile (y el
utilizado por la misma OECD en el Society at a Glance 2014), al
calcular la brecha de ingresos autónomos (sin
subsidios ni transferencias), entre las personas que pertenecen al 5% de los
hogares más ricos y quienes pertenecen al 5% más pobre, se constata un crecimiento del 100% en los últimos 20 años.
En efecto, si en 1990 el 5% más rico obtenía 129,4 veces más que el 5%
más pobre, en 2011 son 257 veces más. Por otro
lado, de acuerdo al estudio de López, Figueroa y Gutiérrez, sobre la base de
los datos administrativos recabados por el servicio de impuestos internos, se
observa que el 0,1% más rico en Chile (cerca de 4.500 familias, con fuerte presencia empresarial)
tiene un ingreso per cápita mensual de $82.856.249.
Adicionalmente, en diciembre de 2013, se publicaron las cifras de la Nueva
Encuesta Suplementaria de Ingresos (NESI), la que en sintonía con la encuesta
CASEN y la Encuesta de Presupuestos Familiares (EPF), da cuenta del atraso salarial de Chile. En datos duros: el 50% de los trabajadores/as gana menos de $263.473 y
vive altamente endeudado. Y, considerando sólo a los asalariados privados, el
50% gana menos de $281.263. Concentración económica extrema, cuadruplicación del PIB per cápita en
los últimos 20 años, con patrón de enriquecimiento pro
rico, crecimiento en la brecha entre el 5% más
rico y el 5% más pobre, bajos salarios y precariedad
laboral para el grueso de los trabajadores/as, esa es la ruta que ha seguido la
sociedad chilena para llegar al “desarrollo”. En este cuadro, hay un
vínculo que no hay que perder de vista: una
minoría acaudalada se enriquece por la vía de la desposesión salarial, por la
vía de una acumulación por desposesión del trabajo. Se trata de
una brutal desigualdad de poder, que no se rompe
con bonos ni con capacitaciones, pero tampoco simplemente con reforma tributaria.
Este tipo de desigualdad, se combate en el
escenario mismo donde ella se produce, que son las relaciones de producción, con sindicatos
fuertes y acción colectiva directa. Eliminar la desigualdad
de ingresos por la vía de la acción fiscal redistributiva, mediante un sistema “moderno” de impuestos, es uno de los
vehículos con que dispone una sociedad para enfrentar el problema.
Empero, es uno que no se hace cargo del
bajo valor dado al trabajo (la mera creación de empleos tampoco se
hace cargo de ello). Enfrentar la desigualdad
desde la óptica de las relaciones de producción, necesariamente, requiere abrir la discusión y situar al trabajo en el centro de
la estrategia de desarrollo. Habiendo pasado 35 años
del Plan Laboral, es un mínimo indispensable y convenientemente postergado.